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La Peste y el psicoanálisis. El tabú - La conciencia moral - El malestar en la cultura
Textos de acceso libre
La Peste y el psicoanálisis. El tabú - La conciencia moral - El malestar en la cultura
Dr. Alberto Loschi

Buenos Aires, Septiembre de 2020.

Texto editado para esta publicación. Original publicado en el N° 75 de la revista La Peste de Tebas: "¿Por qué la peste?"

A Enrique Pichon-Rivière se le atribuye la frase: “el implacable interjuego entre el hombre y el mundo”. Nada resulta una verdad más obvia, se justifica por sí misma, es independiente de la experiencia, hombre y mundo es un dato a priori en el sentido de Kant. Nuestro modo de vivir, de pensar y actuar se sustenta en ella… y, sin embargo,… ¿es únicamente así? ¿Dónde empieza y dónde termina ese límite entre el hombre y el mundo? ¿En qué consiste? Res cogitans y res extensa ¿pertenecen al hombre o pertenecen al mundo?

El psicoanálisis nos abrió el amplio campo de la realidad psíquica y, a partir de allí, se planteó la tarea de establecer sus diferencias y relaciones con la llamada realidad material. Lo que parecía en principio algo sencillo y hasta obvio suscitó, y lo sigue haciendo, debates y complicaciones. Ya en Freud se plantea esta cuestión… desde su teoría de la seducción hasta su último escrito. Y aún hoy surge la controversia sobre la participación que puede tener en una manifestación neurótica un hecho de seducción acontecido en la realidad material, externa y una fantasía de la realidad psíquica. Suele otorgársele importancia al primero por lo traumático del mismo pero no resulta del todo elucidado en qué reside tal carácter traumático y el papel que juega allí la realidad psíquica. La seducción, como realidad material ¿es traumática per se o en función de fantasmas psíquicos?

Mundo externo y hombre parecen bien diferenciados. Pero Freud nos advierte que “originariamente el yo lo contiene todo; más tarde segrega de sí un mundo exterior”. Y, ese primer mundo externo que segrega, resulta de la expulsión de lo pulsional traumático (rechazo primordial). Luego ese mundo se va llenando con las cosas visibles, cosas del mundo, pero escondida en ellas sigue latiendo eso real pulsional expulsado (pulsión de muerte). Y en ocasiones brota a la superficie. Es así que el juguete, con el que el niño se ha entretenido todo el día, puede convertirse a la noche en algo ominoso que lo aterroriza. También todos nosotros evitamos por la noche el ‘exterior’ amenazante y nos procuramos un ‘interior’ acogedor que nos proteja. Es que ‘la noche oscura del mundo’ (lo real pulsional) yace oculta en las cosas familiares de la realidad material y en un giro inesperado puede presentarnos su poder traumático. El mismo que “el yo originario” había expulsado.

Hoy la cuestión se vuelve a plantear. Estamos impactados por un hecho traumático que nos depara la más contundente realidad material. Ni siquiera es una guerra provocada por un conflicto de intereses con un otro semejante. Es una peste la que nos somete desde la ‘naturaleza’; un virus de la biología que ataca con violencia implacable. En principio no podemos ver en ello la participación de un conflicto humano. Un ‘primitivo’ la adjudicaría a un castigo de los dioses y hoy algunos lo pueden pensar así, pero la cultura actual está muy lejos de considerar esa posibilidad. Por el contrario, el avance de la ciencia ha podido identificar el virus; descifrar gran parte de sus secretos; laboratorios de todo el mundo trabajan en producir la vacuna que lo neutralice; la medicina nos informa de sus efectos; epidemiólogos evalúan predicciones sobre sus incidencias en la población, nos recomiendan las medidas de protección que debemos implementar y hasta calculan la diferencia en cantidad de muertos en caso de no cumplirlas. Aun así todo ese poder de la civilización, la tecnología y el conocimiento no llegan estar a la altura de la fuerza de la ‘naturaleza’.

¿Puede el psicoanálisis aportar algo sobre lo que está aconteciendo? ¿Decir algo más que ocuparse de la angustia en la que todos, en mayor o menor medida, estamos sumergidos? Es que no se trata de una enfermedad individual, en la que siempre podemos rastrear mociones anímicas, más o menos oscuras, que participan de ella. Es una ‘enfermedad colectiva’ ¿Y qué decir, desde el psicoanálisis, de un ‘enfermedad colectiva’? Donde enfermos y muertos se convierten solo en números que maneja la estadística día a día.

Es curiosa esa degradación del muerto; cadáveres innominados que despiertan horror y piedad; cuerpos descartados, ominosos, a los que los seres cercanos no pueden acercarse. Ya lo narraba Boccaccio describiendo la peste negra del s. XIV en su Decamerón: “Se trata a los muertos como a una cabra muerta”. Seguramente quería ilustrar así la misma degradación que hoy y para hacerlo recurre a la figura de ‘la cabra’. La mención, aunque pretende rebajar la significación de los muertos, nos parece sugerente; quizás ‘cabra’ revele un sentido oculto que la ‘degradación’ del muerto vela: el macho cabrío es el animal totémico (padre asesinado) que encarna a Dionisos en la tragedia griega y recordemos que, en su etimología, ‘tragedia’ es tragos (chivo) y oide (canto); ‘tragedia’ era el himno religioso que se cantaba cuando el chivo era degollado públicamente. Según Freud, el rito conmemoraba el ‘crimen primordial’. ¿Puede ser que ‘la degradación’ del muerto, su carácter ominoso, enmascare al ‘macho cabrío’ y vele un arcano festejo ritual? ¿Encarnarán los muertos de hoy al ‘chivo’ de la tragedia? En principio, nada lo haría suponer: en el ritual de la tragedia todo el pueblo participaba con alborozo; hoy, ante el espectáculo de la peste, participa con horror. Pero, si la significación originaria de ‘tragedia’ era la de un hecho fasto, hoy se usa para nominar algo nefasto. La palabra tragedia ha servido en su historia para dar significación a ese sentido ambivalente. En los muertos de la peste ¿vuelve esa ambivalencia?[1]

Científicos, politólogos, economistas, sociólogos, filósofos inundan los medios de información con sus consideraciones; es que la peste no es sólo una enfermedad, es un “hecho social” tal como lo definió E. Durkheim en 1895: “Es hecho social todo modo de hacer, fijo o no, que puede ejercer una coerción exterior sobre el individuo (…) que es general en todo el ámbito de una sociedad dada y que, al mismo tiempo, tiene una existencia propia, independiente de sus manifestaciones individuales”[2]. Sus características son: Es exterior (viene desde fuera del individuo), es coercitivo y es colectivo. En la pandemia actual son claros ejemplos la cuarentena, el aislamiento social, el lavado de manos. Es más, incluso se trata de un “hecho social total”, concepto que acuñó y definió M. Mauss, discípulo y sobrino de E. Durkheim: “Hecho social total es aquel que pone en juego la totalidad de la sociedad y sus instituciones, políticas, jurídicas, económicas, etc.”[3].

Hoy la economía se derrumba y está casi paralizada, lo político y jurídico supeditados a la pandemia y los rituales religiosos, los espectáculos populares y culturales suspendidos. La peste ocupa todo el espacio social y cada uno de esos estamentos, desde su lugar, tiene algo que decir. Es que la peste no solo afecta al cuerpo biológico, afecta aún más al ‘cuerpo social’ y, en ese sentido, es un exponente más, quizás uno principal, del malestar en la cultura. Eso valida darle la palabra al psicoanálisis, y a Freud que es quien se ha ocupado del tema con más profundidad. Quien haya leído su artículo habrá podido constatar que remite ese malestar a los equilibrios y desequilibrios del interjuego pulsional, que domina la vida de los hombres en comunidad. Con esa guía nos orientaremos en los laberintos de ‘la peste’.

El Tabú

Para iniciar nuestra indagación y acostumbrados por nuestra práctica a tomar un elemento parcial, en general no el más llamativo, del conjunto del material que se presenta al análisis, voy a destacar el fenómeno del aislamiento social, que ha resucitado un arcano “hecho social total”: El tabú de contacto. Wundt (citado por Freud) lo llama “el código legal no escrito más antiguo de la humanidad (…) y se remonta a las épocas anteriores a cualquier religión.”[4]

Al elegir el tabú como pieza que fundamente nuestro análisis no pretendemos originalidad, Freud ya ha dicho todo lo que importa sobre el mismo. Solo cabe indagar cómo resucitó en la actualidad este “hecho social total” que se remonta a los tiempos primordiales, donde aún no existía la escritura, haciendo que se coordinen, complementen y coexistan la ciencia más avanzada con una enigmática institución arcaica, que aceptamos como natural y que se justifica a sí misma tal como también lo era para nuestros ancestros. Por supuesto, hoy la ciencia justifica el mismo con motivos acordes a ratio –el poder de contagio–, mientras que el mismo tabú practicado por pueblos primitivos tuvo que esperar el discernimiento del análisis que Freud hizo de él para echar luz sobre el mismo ¿Quiere eso decir que la ratio de hoy invalida el análisis de Freud? Leyendo el capítulo que le dedica en “Tótem y tabú” es tan convincente su análisis y las semejanzas tan notables con lo que todos practicamos hoy que vale no desatender lo que de él colige y continuar desde él nuestra ilación de pensamiento. Tampoco es arbitrario elegirlo como piedra basal. La emoción dominante hoy es el miedo, que puede alcanzar el terror y pánico. Y ‘miedo al contagio’ es también el afecto que instituyó en las sociedades originarias el hecho social del tabú de contacto, aun cuando entonces no se lo llamara ‘virus’.

Sabemos, además, que afecto es representante (Representanz) de un quantum pulsional. Es decir que el contagio es de una moción pulsional, cuyo representante (Representanz) ante el yo es miedo ¿Qué moción pulsional suscita ese miedo? El tabú nos demuestra que “el implacable interjuego entre el hombre y el mundo” (entre hombre y virus) está sumergido en la implacable lucha del hombre con el mundo pulsional que, siendo lo más interior, es mundo exterior para el yo.

Etimológicamente ‘contagio’ se compone de cum (agregación) y tango (tocar, agarrar, contacto), lo primario y evitado es el contacto, lo derivado es el contagio. Y cabe inquirir: ¿contagio de qué? Es que junto a la pandemia del virus hoy coexiste la pandemia del miedo, mucho más contagioso que el virus. El virus pertenece a la realidad material, el miedo a la realidad psíquica. Vuelve así a plantearse la interrelación e interdependencia entre ‘realidad material’ - ‘realidad psíquica’ ¿Es la ´realidad´ de la enfermedad y la muerte lo que provoca el miedo? ¿O el miedo implica también otras fuentes, más profundas? ¿Qué se contagia con el miedo? ¿Miedo a qué? Creemos lícito reconducir esa pandemia del miedo al tabú. Para ello es preciso atravesar cierta resistencia. Es que la presencia del ‘virus material’ es tan contundente en nuestro modo de ver y filosofar que no parece necesario interrogarlo; aunque la ciencia no pueda responder por qué es tan contagioso, cómo se formó ese virus, por qué ahora y no antes y tantas otras incógnitas. Desprendámonos por un momento, por justificado que esté, del pre-juicio de la enfermedad por virus y consideremos la peste desde la óptica del tabú que se instaló con ella, y con ella se ha vuelto universal y ‘viral’. Tal vez así podamos entrever que lo que se presenta como un feroz ataque de la ‘naturaleza’ contiene escondida la feroz lucha que se le presenta al hombre en sociedad con el eterno conflicto pulsional.

Por supuesto, no se puede esperar que el tabú primitivo, al que Wundt llamó “el código legal no escrito más antiguo de la humanidad”, coincida punto por punto con lo que resurge hoy como su ‘memoria viral’; entre ambos han transcurrido milenios de civilización. Hay deformaciones y una adecuación a los códigos de la cultura actual, pero ‘la sombra’ de su sello de origen se puede identificar fácilmente como protagonista principal en la atmósfera social que hoy ‘respiramos’ y de la que precariamente procuramos protegernos con barbijos. Es llamativo que ese relicto arcano tiña con su misterio todo el ámbito de la cultura tecnológica en pleno siglo XXI.

La restricción del tabú es un componente básico del mismo, impone una prohibición automática y directa que brota como protección ante una fuerza ominosa que habita en personas u objetos, ellos mismos tabú. Su presencia despierta un ‘horror sagrado’ y su contacto se traduce en contagio, “quien ha violado un tabú, por ese mismo hecho se vuelve tabú” y el entorno social lo repudia. En ocasiones el castigo es automático aunque la violación sea involuntaria: “El inocente infractor que (…) [involuntariamente] comió de un animal prohibido, cae presa de una depresión profunda, espera su muerte y luego se muere de verdad.”[5] [El texto entre corchetes es mío]

Esta referencia que Freud toma de Wundt reproduce casi literalmente una versión que se da sobre el comienzo de la actual pandemia: un oscuro habitante de un mercado chino comió inocentemente un animal extraño (murciélago o pangolín), enfermó gravemente y luego murió, contagiando con su mal a toda la humanidad. Esa es su poderosa fuerza de contagio. Y el peligro que conlleva mueve a ser conjurado mediante acciones expiatorias y ceremonias de purificación que consisten en lavado con agua. Así era entre los salvajes y vuelve a serlo hoy.

En estas consideraciones sobre el tabú resulta enigmático en qué consiste esa “fuerza ominosa” de contagio que despierta un “horror sagrado”. Para dilucidarlo Freud recurre a lo que la indagación psicoanalítica le ha enseñado sobre la clínica y los psicodinamismos de la neurosis obsesiva a la que en este artículo llama “enfermedad de los tabúes” por la semejanza de sus síntomas, prohibiciones y ceremoniales con las prácticas del tabú. Aclarando que “el tabú no es una neurosis sino una formación social”. La prohibición nuclear de esta neurosis, como en el tabú, es la del contacto, “como si ciertas personas y cosas fueran portadoras de una peligrosa infección, pronta a contagiar, por vía de contacto”. Concluye que la extravagancia de estas prácticas reside en la conducta ambivalente hacia el objeto tabú. Hay una poderosa apetencia pulsional inconsciente a realizar la acción prohibida y, a la vez, un horror a llevarla a cabo que mueve a la prohibición. El miedo y la prohibición son conscientes –es un miedo objetivado–, en cambio la persona nada sabe de la apetencia pulsional inconsciente y el peligro que esta conlleva alimenta el miedo ¿En qué consiste tal peligro?

Discernimos así dos fuentes del peligro: el objetivado en el tabú y el peligro innominado que emana de la apetencia inconsciente. La intensidad pulsional de esta última remite a sexualidad y muerte, siendo la pulsión asesina la que más se destaca en el tabú; y mueve a protegerse de ese peligro: “… resulta claro que la violación de ciertas prohibiciones-tabú pueda significar un peligro social cuyo castigo o expiación deban asumir todos los miembros de la sociedad si es que no quieren resultar dañados todos ellos (…) Ese peligro (…) consiste en la posibilidad de la imitación, a consecuencia de la cual la sociedad pronto se disolvería. Si los otros no pagaran la violación, por fuerza descubrirían que ellos mismos quieren obrar como el malhechor. (…) La fuerza contagiosa inherente al tabú {…} [es] su aptitud para inducir a tentación.”[6] [Las negritas son mías] [El texto entre corchetes es mío] Resulta notable la conclusión a la que arriba Freud en su análisis del tabú: la poderosa fuerza ensalmadora del mismo, lo que el tabú contagia, es la apetencia pulsional, la tentación; a la vez y, secundariamente, se contagia el miedo.[7]

Wundt (citado por Freud) da una definición del tabú que se aplica perfectamente a lo que hoy nos despierta el virus: “El tabú no es más que el miedo, devenido objetivo, al poder demoníaco que se cree escondido en el objeto tabú.” Agregando a la misma el análisis que hace Freud, podemos decir que: el poder demoníaco escondido en el tabú es la memoria del ‘asesinato del padre primordial´ (moción pulsional que impele a descargarse y es perentoria); el peligro es ceder a la tentación, por el terrible poder de ese ‘padre muerto´; y el miedo objetivado –horror sagrado– la reacción a la culpa trágica por la tentación de violar la prohibición. Hoy, el hijo que abrace a su padre, mayor de 70 años, es un parricida. Y todos somos asesinos y tratados como tal en caso de violar la prohibición. El tabú es la presentación de la culpa trágica que ‘el muerto’, amenazante, nos enrostra.

Desde el psicoanálisis diremos que el objeto tabú –el virus y sus portadores– es el representante representativo (Vorstellung) de la moción pulsional, el miedo su representante afectivo (Representanz) y el peligro el abismo de lo real de la pulsión que trae ´muerte´. Tal peligro, como todo lo que tiene el sello de lo real pulsional, es más real que la realidad; está falto de ley o su única ley es el tabú (“el código legal más antiguo de la humanidad”). Y el particular ‘clima social’ que provoca se impone con contundencia, pero, como el pánico que puede suscitar una tormenta, no se explica fácilmente: desde diversos sectores se alzan voces lúcidas aduciendo que no hay ‘razones’ de la realidad que justifiquen tal reacción universal al peligro (que las muertes no son tantas, que hay más muertes por accidentes u otras enfermedades y no provocan igual reacción mundial, que el ‘remedio’ que se aplica es peor que la enfermedad, que los gobiernos se aprovechan de ese miedo para dominar a la población, etc., etc.). Otras voces, también lúcidas, están ciertas del peligro sin necesidad de invocar ninguna otra cosa. Y todos están seguros de tener razón o creen estarlo. Es que el poder de lo ‘real pulsional’, que es pobre en ‘razones’, se impone a las razones de la realidad y el juicio social le da la ‘razón’, con cierta razón, ya que ese actuar de lo ‘real de la pulsión’ se hace actual-eficaz en la realidad material y, efectivamente, el contacto con el virus-tabú provoca una ‘inflamación pulsional´, una ‘infección de sexualidad y muerte’ que es contagiosa. Incluso sus ‘muertes’ son ominosas y resultan distintas a otras muertes, que ya están regladas por la ‘ley’ médica.

De allí que el juicio unánime de la sociedad sea que el tabú sólo se podrá conjurar cuando se ‘conozca’ la vacuna; aunque muertes, como siempre, se sigan produciendo (hay vacuna para la gripe y aun así cada año miles y miles mueren de gripe). Es que la vacuna, más que evitar muertes, promete liberar de la culpa trágica legalizándola, como están legalizadas otras muertes. Al vacunarme no estoy protegido de la muerte pero depositar mi fe en la vacuna me protege del miedo a la muerte. La vacuna es una ‘ley’ más sofisticada que la cuarentena y si la cumplo me libera de la culpa. Lo mismo si cumplo la dieta para cuidar mi corazón o si no fumo para cuidar mis pulmones. La ‘renuncia pulsional’ que implica la ley es eficaz para proteger del miedo que suscita la culpa trágica. Y el miedo el medio eficaz para imponerla. Pero la ley: ¿es eficaz para liberar de culpa? ¿O sólo transforma la culpa (culpa inconsciente) en malestar? Esto último es la conclusión a la que llega Freud en su “Malestar en la cultura”, donde plantea que lo que vivenciamos como malestar es expresión de culpa inconsciente.

Quizás podríamos pensar que en lo que llamamos ‘mundo externo’ subyace oculto un terrible poder pulsional, que originariamente (rechazo primordial) hemos ‘escondido’ en él. El objeto tabú lo vuelve a mostrar y provoca una regresión a la culpa trágica[8] o, mejor, la culpa trágica crea el tabú, con su poder ominoso. Defendiéndonos de ese poder (renuncia pulsional) nació la cultura… y su malestar. Malestar que resulta del pasaje de la culpa trágica (angustia real) a la culpa neurótica (angustia ante la conciencia moral). Malestar que hace al dinamismo sempiterno de la cultura y es inherente a la misma.

Hoy resucita un relicto de aquel mítico momento arcano. Si se nos permitiera una licencia poética ajena al espíritu de la ciencia ¿podríamos decir que la culpa trágica de la humanidad creo al ‘virus’, que se hizo tabú?

Conciencia moral y Malestar en la cultura

Al haber elegido al tabú como guía para seguir los meandros de la peste actual, se nos abre también una puerta para avanzar otra conjetura. Dice Freud: “… entender el tabú arroja luz también sobre la naturaleza y la génesis de la conciencia moral (…). Sin ampliar el concepto, se puede hablar de una conciencia moral del tabú y, tras su violación, de una conciencia de culpa (…). La conciencia moral del tabú es probablemente la forma más antigua en que hallamos el fenómeno de la conciencia moral(…)
Por tanto, es probable que también la conciencia moral nazca sobre el suelo de una ambivalencia de sentimientos (…) a saber, que un miembro de la oposición sea inconsciente y se mantenga reprimido por obra del otro, que gobierna compulsivamente.”[9] [Las negritas son mías]

Si nuestra apreciación es correcta resulta extraño que luego de milenios de civilización resurja y resucite un relicto de la forma más antigua de conciencia moral y suscita el interés de encontrarle una explicación. Podemos conjeturar que una tremenda crisis en ‘la conciencia moral de la sociedad’ –a punto estuvimos de decir de la humanidad– ha exacerbado el conflicto pulsional de ambivalencia; provocado una regresión a la culpa trágica (angustia real); resucitado el tabú, que hoy se presenta como la peste que nos asola y que obliga a los gobiernos a la pretensión de ‘cuidar la vida compulsivamente’. Mientras, la pulsión de muerte presiona en las sombras y no se puede saber cómo se resolverá el conflicto pulsional ¿Qué valor ocupará el intercambiable lugar de ‘lo bueno’ en la pospandemia? ¿Cómo lo hará? ¿Compulsivamente… mesuradamente? ¿La sociedad y sus gobiernos podrán procesar y elaborar las tensiones pulsionales que se agitan y se muestran a través de la Peste?[10] Cuestión inquietante ya que, en la historia de la humanidad, en aras[11] de ‘lo bueno’ se han sacrificado más vidas que las muertes que provoca una pandemia.

Se podría decir que la evolución de la cultura sigue las vicisitudes de su conciencia moral. Dice Freud que la renuncia pulsional (tabú) crea la conciencia moral, luego adjudicamos a esta la facultad de discernir lo bueno de lo malo y para ello, agregamos nosotros, crea al ‘Dios’ que marca esa diferencia. Sobre esa diferencia toda cultura construye una teoría de sus valores. Valores que ordenan, organizan una sociedad y le dan un sentido. El gobierno, valiéndose del poder de la pulsión agresiva interiorizada, es el encargado de velar y sostener la jerarquía de esa escala de valores. En esa tarea nada puede impedir que porciones de agresión y violencia recaigan sobre la sociedad en su conjunto sembrando conflictos que las leyes imperantes procuran administrar, en general, con poco éxito, ya que lo que beneficia a algunos perjudica a otros y vice-versa. Siempre se alimenta la utopía de una sociedad justa, pero el germen de ambivalencia que está en la génesis de la conciencia moral marca esa imposibilidad y evidencia la fragilidad de tal pretensión; impedida siempre de encontrar un fundamento sólido que la sostenga en el tiempo.

De allí que, a lo largo de las épocas y de las diferentes culturas, varíen y se modifiquen las consideraciones acerca de lo que resulta bueno o malo y, aun, lleguen a invertirse tales valoraciones. Hoy nos horroriza la esclavitud, pero era un estatus social establecido y no cuestionado por las comunidades de la Edad Antigua. Resulta evidente que cada tanto los valores que sostienen una cultura dada entran en crisis y cambian. Es que ningún valor puede pretender el estatus de bien absoluto; por el conflicto de ambivalencia que está en la génesis de los valores no existe fundamento que pueda sostenerlo y, cuando algún gobierno pretende encarnarlo, la historia muestra que termina sembrando el mal y la destrucción. Entonces el supuesto ‘bien absoluto’, como en su origen mítico el padre primordial, cae de su podio y los valores cambian.

Podemos suponer que esos cambios se dan en un desarrollo y un tiempo social durante los cuales pierden fuerza y validez los valores establecidos sin que a la vez resulten sustituidos por otros. Es decir, un intervalo anárquico en valores durante el cual el edificio social pierde sustento, sus instituciones se debilitan para mantener organizado el conjunto, brotan conflictos y turbulencias, las pulsiones que los alimentan revelan la debilidad de las leyes que pretenden administrarlos, se excita e intensifica el conflicto pulsional de ambivalencia, brotan extremismos de un lado y otro, fanatismos pulsionales y guerras que descargan su violencia sembrando cadáveres, hasta que, de una manera no consabida, se reestructuran nuevos valores que dan otra organización a la sociedad, reiniciándose el ciclo. Es sugerente que tanto el pasaje de la Edad Antigua a la Edad Media como el de la Edad Media al Renacimiento hayan coincidido con pestes: la de Justiniano en un caso y la peste negra en el otro.

Entonces no es aventurado decir que durante ese intervalo anárquico en valores se exacerbe el conflicto pulsional de ambivalencia que está en la raíz de la conciencia moral, se excite lo real de la pulsión que trae violencia y muerte y se dé una regresión a la culpa trágica (aparición de ‘el cadáver’[12]) que convoca al tabú: la forma más primaria de rechazar ‘lo malo’, la forma más arcana de conciencia moral, “el código legal más antiguo de la humanidad”. Así es la peste que hoy nos asola; ha reinstalado un relicto del tabú de contacto y sus cadáveres suscitan los afectos de horror y piedad, aquellos que Aristóteles asignaba a la tragedia ¿Se recrea así el ‘hecho social total’ de ‘la muerte del padre primordial’ y el cambio de valores?

Carecemos de la competencia del sociólogo y del historiador para evaluar justamente las vicisitudes y evolución de hechos sociales que van modificando la cultura, pero todos estamos al tanto de lo que ya es un lugar común cuando se habla de ‘la crisis de valores’. Hace más de un siglo lo anticipaba Nietzsche cuando ponía en boca de un loco el anuncio de “Dios ha muerto. Y nosotros lo hemos matado”, usaba esa metáfora, que nos recuerda el mito freudiano del asesinato del padre primordial, para referirse a la muerte y pérdida de vigencia de ‘los grandes relatos’, aquellos que ordenan una sociedad. A continuación sobrevinieron guerras mundiales, el intento de instalar nuevos grandes relatos: comunismo, nacionalsocialismo que, junto a su fracaso, trajeron muertes y tragedias. En las últimas décadas del pasado siglo afloró el posmodernismo denunciando la falacia de los fundamentos que sustentan los grandes relatos: capitalistas, idealistas, iluministas, marxistas, liberales. Desde entonces florecieron y se intensificaron reivindicaciones sociales de los sectores relegados, cuestionando la valoración que se hacía de ellos, brotaron diversas formas de terrorismo, la globalización puso en evidencia la debilidad de los gobiernos y el malestar en la cultura, en sus distintas formas, se intensificó. En ese clima social brotó la peste que hoy nos asola; y sus cadáveres vuelven a presentar la tragedia.

Se habla de la pospandemia. Algunos predican la muerte del capitalismo –‘el Dios que lo da todo’–, otros anuncian el advenimiento del panóptico –‘el Dios que lo ve todo’–. Hay expresiones de deseo: mayor solidaridad e igualdad. Otros auguran mayor desigualdad, violencia y guerras. Ya se habla de mayor globalización y apertura, ya de más regionalismos y barreras. Lo más probable es que en cada región cultural sea distinta la manera en que se dirima el conflicto pulsional de ambivalencia. Y en rigor nadie sabe cómo se dirimirá o si lo hará.

Lo que sí podemos decir es que si la cultura crea la culpa, la culpa crea la falta, luego precisa del pharmakon –en el sentido de remedio y veneno– que administre y morigere el malestar inherente a la misma. En eso consisten todos los sistemas de gobierno, desde el arcano tabú hasta el actual capitalismo y los que vendrán. Pero tales pharmakon solo pueden ser universales (para todos); pretenden colmar la falta con ilusorios imperativos categóricos de ‘felicidad’. Así es el consumismo para el capitalismo o la lealtad a la causa para el comunismo; imponen ilusorios deseos universales, cuando el genuino deseo sólo puede ser singular (para cada cual) y no pretende colmar la falta sino servirse de ella para su despliegue y bienestar. Esa atención por lo singular es el terreno del psicoanálisis y lo que sostiene su vigencia, en paralelo y sin confundirse con los designios de la cultura y su malestar.

Para concluir podemos parafrasear a Borges y decir: el reino de la felicidad no es posible pero… “Tal vez no importa. Hay tantas otras cosas en el mundo.”[13]

Referencias

  1. En el mismo tiempo y junto a los muertos sin nombre se presentó en sociedad a UN muerto destacado –George Floyd–, un negro asesinado al que un ‘sacerdote de la ley’ aplastó el cuello públicamente hasta matarlo (¿como el ‘chivo’ degollado?) y dejarlo sin poder respirar (como los muertos por Covid-19). El crimen (¿sacrificio?), como la pandemia, suscitó un fenómeno ‘viral’: revueltas y manifestaciones mundiales de repudio (¿sucedáneos de un festejo ritual?).
  2. Émile Durkheim: Las reglas del método sociológico, Editorial La Pléyade, Buenos Aires, 1975.
  3. Marcel Mauss: Ensayo sobre el don, Katz Editores, Madrid, 2009.
  4. Sigmund Freud: "Tótem y tabú. Algunas concordancias en la vida anímica de los salvajes y de los neuróticos. II. El tabú y la ambivalencia de las mociones de sentimiento" (1913 [1912-13]), en Obras Completas, Volumen XIII, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 2007, p. 27.
  5. Ibíd., p. 30.
  6. Ibíd., p. 41.
  7. Luego del asesinato del padre de la horda por el clan de hermanos, el pacto fraterno prohíbe a cualquiera de ellos ceder a la tentación de ocupar el lugar de ese padre. A ese mítico pacto Freud remite la prohibición de incesto y parricidio, que se vuelven tabú (“El código legal más antiguo de la humanidad”).
  8. ‘Culpa trágica’ es la presentación (aparición) del fantasma del ‘padre asesinado’; una angustia real.
  9. Sigmund Freud: "Tótem y tabú. Algunas concordancias en la vida anímica de los salvajes y de los neuróticos, op. cit., p. 73.
  10. Aunque vayan juntas diferenciamos la pandemia –enfermedad por el virus– de la Peste –una afectación pulsional–.
  11. Ara es el altar en el que se lleva a cabo un sacrificio ¡Cuánta sangre se ha derramado en aras de esas iglesias! (Wikilengua).
  12. ‘Cadáver’ es la meta y un condensado de pulsión de muerte. De ahí que todo gobierno se imponga la tarea de ‘legalizar’ las muertes. Así son las tumbas, los ritos funerarios y hoy los certificados de defunción que deben consignar la causa de muerte. La causa es la forma legal de ubicar la culpa. Un muerto sin causa es un alma en pena que debe conjurarse. Freud decía que la pulsión de muerte tiende a lo inanimado, pero en la palabra ‘inanimado’ se pierde la potencia pulsional que anida en ‘el cadáver’.
  13. Jorge Luis Borges: “1964”, en Obras Completas 1923-1972, Emece Editores, Buenos Aires, 1985, p.920.

Bibliografía

 


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